.
Deseo, ante todo, expresar mi profundo agradecimiento al jurado del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, a la alta investidura que lo patrocina y a las instituciones que hacen posible esta honrosísima distinción que hoy se me otorga, Patrimonio Nacional y Universidad de Salamanca. Siento que este premio es sobre todo un reconocimiento a la poesía que nace de las entrañas de la región, un reconocimiento a quienes en ella insisten en este duro quehacer, intentan expresar el centro de sus obsesiones aun sabiendo que no hay centro y todo es intemperie. En su nombre lo recibo y lo dedico a quienes bien podrían hoy estar aquí y en mi lugar.
Me conmueve en particular el marco de esta ceremonia. Es el de la España de hoy, la que no acepta una aventura bélica que trae al mundo zozobra y muerte, la España que rompe clausuras sociales que lastiman la intimidad de las personas, la que abriga a la cultura y abre puertas a la belleza posible de cada ser humano, la que se esfuerza por recuperar su memoria cívica porque sabe que sin pasado claro no hay futuro claro. El espíritu de un país que olvida su verdad no puede agrandar sus horizontes. Para los griegos de Perícles, el antónimo de olvido no era memoria, sino verdad. España ha sufrido el azote brutal del terrorismo y América Latina sabe de la muerte temprana e injusta causada por otro terrorismo, el terrorismo de Estado: 80.000 muertos en El Salvador, otros tantos en Guatemala, 30.000 desaparecidos en Argentina, también en Chile y Uruguay, nos dicen que la voluntad de justicia cuesta caro en nuestros suelos. En ellos nunca fueron livianos los Dürftiger Zeite, esos tiempos mezquinos de los que Hölderlin habló. Y menos ahora, cuando el neoliberalismo imperante ensancha impune la brecha entre ricos y pobres y la miseria es el único plato que a millones de latinoamericanos se les sirve cada día. Sin embargo, la poesía sigue viva, es un tirar contra la muerte, su mera existencia resiste el envilecimiento de lo humano “en edad tan detestable como es ésta en que vivimos”, que dijera don Alonso. ¿Tiene entonces la poesía que mirar cara a cara la pérdida cada vez perdida, no para hacer de ella una repetición, sino para buscar en ella algún poder afirmativo, algo que vuelva distinta a la repetición?
La poesía habla al ser humano no como ser hecho, sino por hacer, le descubre espacios interiores que ignoraba tener y que por eso no tenía. Va a la realidad y la devuelve otra. Espera el milagro, pero sobre todo busca la materia que lo hace. Nombra lo que la esperaba oculto en el fondo de los tiempos y es memoria de lo no sucedido todavía. Sólo en lo desconocido canta la poesía. Ella acepta el espesor de la tragedia humana, pero no obedece al principio de realidad sino al orden del deseo. Choca contra los límites de la lengua y va más allá en el intento de responder al llamado de un amor que no cesa. Es un movimiento hacia el Otro, pasa de su misterio al misterio de todos y les ofrece rostros que duran la eternidad de un resplandor. Corrige la fealdad, es ajena al cálculo y da cobijo en sus tiendas de fuego. Se instala en la lengua como cuerpo y no la deja dormir.
La lengua es la patria de muchas patrias, la infancia, el hogar, una manera de ver el mundo, de hablar con él, y es una dicha grande para mi haber nacido en castellano. “Claro y límpido raudal/ es la lengua que yo adoro,/ la lengua de versos de oro/ y de vibración marcial./ Es dúctil como el metal/ y rica como el tesoro/ que dejó Boabdil el Moro/ allá en su Alhambra oriental”.
Bien quisiera haber escrito yo estos versos del poeta argentino Leopoldo Díaz Vélez. El castellano es una lengua en estado germinal. Los indígenas de Guatemala, o de Chiapas, para bregar contra un racismo ominoso, abandonaron su encierro de cinco siglos en el maya, el quiché, el tzotzil, frágil defensa contra el conquistador de ayer y el de hoy, y su irrupción en el castellano “blanco” trae expresiones y giros sintácticos que ensanchan su latitud. Nuestra lengua crece y crece. La palabra es moneda que corre de mano en mano, decía Mallarmé, y cada mano le agrega su calor, construye sus errancias. Paul Valéry afirmó que un poema no se termina, se abandona, y de esto se hizo eco Octavio Paz. Creo lo contrario: el poema abandona al poeta en el desierto de su deseo no saciada. La escritura del poema exige la abolición del mundo. El poeta se metamorfosea entonces y, como Odiseo, entra al poema disfrazado de mendigo. En realidad, mendiga el nombre de lo que no tiene nombre todavía, el “aquello” de San Juán. La palabra es el timón del universo, advirtió Filón. Y hay tanto mundo que la palabra no navega todavía. Por eso es frágil la condición de los poetas, no encuentran sostén en su obra, todo poema se convierte en pasado una vez escrito y sólo deja una sed de lo que va a venir. Pero, como dijo don Alonso, “día vendrá donde veas por vista de ojos cuán honroso es andar en este ejercicio”.
Premiar el mester de poesía, esa Cenicienta de la literatura que apenas ocupa rinconcitos en los catálogos de las grandes editoriales, es un acto casi heróico. Va a contramano de estos tiempos y a favor de la historia. La poesía viene del fondo de los siglos y ninguna catástrofe natural o de mano de hombre ha podido cortar su hilo poderoso. Es un hilo que nos une a todos y sólo se acabará cuando se acabe el mundo.
Muchas gracias